Escribe Wilfredo Ardito Vega
Un gobierno no debe ser juzgado por lo que dice sino por lo que hace o permite hacer. Repetidas veces, la Presidenta Dina Boluarte ha lamentado las muertes ocurridas desde que asumió el poder, pero la verdad es que su gobierno es responsable por la trágica cifra de veintidós fallecidos hasta el momento que escribo estas líneas.
Por supuesto, es totalmente cierto que hace dos semanas, ni la Presidenta, ni los Ministros del Interior o Defensa imaginaban que asumirían las responsabilidades que ahora tienen. Es totalmente cierto que deben enfrentar protestas sin precedentes. De hecho, ni siquiera durante los años de Sendero Luminoso, éste organizaba tomas de aeropuertos simultáneas en varias ciudades. Ni siquiera durante el conflicto armado se produjeron tantos incendios de locales del Ministerio Público y el Poder Judicial.
Sin embargo, como sucedió en los años ochenta, las acciones violentas de determinados grupos no justifican que el Estado ejerza violencia indiscriminada. Precisamente la función del Estado es proteger la vida, la integridad física y la seguridad de las personas. Disparar al cuerpo de las personas, lanzar bombas lacrimógenas desde helicópteros son prácticas que originan tragedias.
Algunas personas dicen que se está regresando a los peores años del siglo pasado, pero en realidad estas acciones violentas son mucho más recientes. Entre los años 2002 y 2016, durante los gobiernos de Toledo, García y Humala, la policía mató a cientos de personas que participaban en manifestaciones o simplemente estaban próximos a los lugares donde éstas se desarrollaban. Por ejemplo, cuando Fernando Rospigliosi era Ministro del Interior la policía lanzaba bombas lacrimógenas desde helicópteros causando numerosas muertes. En junio del 2011, la policía mató a cinco campesinos que pretendían tomar el aeropuerto de Juliaca. También mató a un vecino que vivía cerca del aeropuerto.
Las muertes que ocurrieron durante esos tres gobiernos fueron ignoradas por la mayor parte de medios de comunicación limeños porque en general quienes protestaban eran considerados “antisistema”. Así sucedió con los campesinos de Chala, los ronderos de Huancabamba, los habitantes de Espinar que protestaban contra la contaminación, los vecinos de Bambamarca o Celendín, los estudiantes que rechazaban la privatización de las empresas eléctricas en Arequipa o el mal uso de los fondos de la universidad de Huancavelica.
Por su parte, la opinión pública limeña tampoco percibía con mayor empatía esas protestas ni reaccionó frente a los muertos, salvo algunas, muy pocas ONGs. Existía también un componente racista: la muerte de ayacuchanos, puneños o apurimeños impacta menos. Como ocurrió en esas décadas, aparecen de inmediato razonamientos como «no debieron estar allí», «se lo merecen», «es la única forma», «la sociedad tiene que protegerse», «sólo así entienden». El andino es inconscientemente percibido como un sujeto peligroso, irracional y amenazante… y el siguiente paso es percibirlo como un «ser sin derechos».
El contraste es absoluto con la conmoción que causó la muerte de dos jóvenes que protestaban contra el efímero gobierno de Manuel Merino en noviembre del 2020. De diversas formas, la población expresó un sentimiento de cercanía hacia ellos, como si los hubiera conocido.
Los 22 fallecidos, en cambio, son percibidos como «otros» o como “antisistema” en Lima, porque muchos de sus habitantes no comprenden las protestas. Por un lado, las demandas son muy diversas, desde la liberación de Pedro Castillo hasta la Asamblea Constituyente, desde el cierre del Congreso hasta la renuncia de los Ministros y de ella misma. También es difícil de entender la razón de fondo que ha motivado a muchas personas a salir a protestar y es el sentimiento de exclusión y el rechazo al centralismo.
En Lima, la única de las demandas que tiene cierto arraigo en la población es el cierre del Congreso, pero muy pocas personas están dispuestas a salir a la calle para exigirlo. Es más, los pedidos de liberación de Castillo y Asamblea Constituyente son rechazados por muchas personas en Lima y las diversas ciudades de la Costa.
Ahora bien, pese a la indiferencia limeña, la muerte de 22 personas en apenas diez días de gobierno es un hecho que genera una gran distancia entre Boluarte y la población del resto del país.
Es verdad que las protestas han sido mucho más violentas que las realizadas contra el proyecto Conga o Tía María. Sin embargo, la violencia de los manifestantes, que por cierto no han matado a nadie, no implica que el Estado deba comportarse de manera aún más violenta. Por eso, la Defensoría del Pueblo de Ayacucho ha denunciado a los autores de la masacre cometida ayer. Por eso, la Ministra de Educación y el Ministro de Cultura renunciaron a sus cargos.
Más allá de la responsabilidad del Congreso, de Castillo o de Perú Libre, las muertes son responsabilidad de las propias fuerzas de seguridad y de quienes dan las órdenes. De poco sirve que la Presidenta Boluarte continúe expresando su tristeza por esas muertes, si está avalando a quienes las cometen.