La conocida como ‘matanza de los penales’ cumple 30 años sin que haya comenzado siquiera el juicio a los responsables de la represión y asesinato de más de 200 reos amotinados bajo las órdenes de Sendero Luminoso en las cárceles de El Frontón y San Juan de Lurigancho para evitar ser traslados.
Escribe Pablo Pérez Álvarez
Flor Gonzales ha soñado muchas veces que su hermano Claudio regresaba a casa sano y salvo, pero en uno de sus últimos sueños él le hacía un reclamo: “¿Cuándo me van a encontrar?”, le decía. Ella fue la última de su familia, de su padre y sus ocho hermanos, en verlo con vida durante una visita la isla-penal de El Frontón, donde estaba preso. “Estaba sentado, mirando el mar con una profunda tristeza”, rememora. “Era como si ya presintiese lo que iba a pasar. Siempre se me viene esa imagen”.
Fue la última vez que lo vio, vivo o muerto. Pocos días después falleció en la matanza de los penales de El Frontón y San Juan de Lurigancho de 1986, de la que este fin de semana se cumplen 30 años. Son tres décadas de impunidad, sin que se hayan sentado en el banquillo de los acusados los responsables de la mayor matanza perpetrada durante el conflicto armado interno que vivió Perú entre 1990 y 2000.
Más de 200 reclusos fallecieron en la represión, que a pesar de ser esperada resultó a todas luces desproporcionada, de los motines que organizaron los internos de la organización subversiva Sendero Luminoso y, principalmente, en las ejecuciones extrajudiciales que se llevaron a cabo una vez que estaban los amotinados rendido. Sus cuerpos fueron enterrados clandestinas en tumbas sin nombre y la mayoría de sus familiares siguen buscándolos hoy en día. Los verdugos nunca revelaron su paradero. Incluso aunque en muchos casos los muertos eran en realidad inocentes, como el propio Claudio, tal y como demostraron las sentencias absolutorias de una justicia póstuma.
Flor recuerda que cuando iba a visitar a su hermano a El Frontón, “había gente que sí estaba totalmente involucrados con Sendero Luminoso, otros que se encontraban ahí por casualidad y otros que ni sabían por qué estaban ahí”.
A sus 25 años, Claudio era un estudiante de Literatura y Filosofía de la Universidad de La Cantuta y fue detenido en marzo de 1986 en un rastrillaje en Chosica, donde alquilaba una habitación. “En ese tiempo ser hijo de campesino y estudiante universitario era un delito”, señala Flor, que en esa época tenía 8 años. La familia Gonzales era originaria de Oscollo, una comunidad de la provincia de Chinchero, en Apurímac, en la que el padre era dirigente campesino.
Los presos de Sendero Luminoso habían ido tomando el control de los pabellones carcelarios donde estaban recluidos y su organización lo utilizaba como propaganda
Había emigrado a Lima en 1983 porque la violencia allí se había vuelto insostenible. Como tantas otras familias en aquella época, estaban a atrapadas entre dos fuegos: el de Sendero Luminoso y el de la represión de la Policía y el Ejército. En una ocasión, el grupo maoísta amenazó con matar a la madre. La quema de su casa por la fuerza policial de los Sinchis fue el golpe final que determinó su marcha a la capital. “Nosotros nos escapamos de allá huyendo de todo eso, para salvar nuestras vidas, y la violencia nos alcanzó acá”, lamenta Flor.
Miembro o no de Sendero, Claudio se tuvo que plegar a su disciplina una vez que ingresó en el Pabellón Azul, donde los reclusos de esa organización habían impuesto su ley. En los día de visita “todos se formaban y a los familiares nos recibían cantando canciones dedicadas al presidente Gonzalo (pseudónimo del líder de Sendero, Abimael Guzmán)”, cuenta Hilda, hermana mayor de Flor. “Yo recuerdo que Claudio, cuando cantaban, movía la boca nada más”, agrega esta última.
“La gente de Sendero había ido enfrentándose a los mecanismos de control de las autoridades en El Frontón y a base de presión, fuerza y negociación había ido obteniendo beneficios cada vez mayores dentro de la administración de la isla”, explica el historiador José Carlos Agüero, cuyo padre José Manuel, un cuadro senderista, también falleció en la represión de esa cárcel en 1986.
Agüero, que aunque no promulga con la ideología senderista, se ha dedicado a estudiar la violencia política y la memoria en el Perú, destaca que la estrategia de concentrar a los presos de ese grupo en cárceles de Lima surgió a raíz del asalto en 1982 a la cárcel de Huamanga y la liberación de 250 presos.
Pero esta decisión resultó a la postre contraproducente, pues los senderistas, organizados y disciplinados, fueron haciéndose con el control de las áreas donde estaban confinados. La estrategia consistía en ir obteniendo concesiones a través de motines, que eran continuos en esos años.

Flor Gonzales, hermana de Claudio
“Al principio, en El Frontón los trataban como en cualquier cárcel, pero a través de golpes de mano sucesivos y muy frecuentes durante un par de años fueron haciéndose del control cada vez más. Para cuando yo iba a la isla a visitar ya era absoluto”, relata Agüero.
Los reos eran los amos y señores de la parte de la isla en la que estaban confinados. “Habían llegado a un pacto de caballeros y permitían que entrara gente de la Guardia Republicana (la encargada de vigilar las prisiones) a cerrar el pabellón simbólicamente por la noche. Era una concesión gentil”, indica el historiador.
Habían pintado una hoz y un martillo en una torre de agua junto al pabellón. Organizaban talleres productivos en una zona de baños y habían ido ganándole metros al mar con un espigón formado de grandes rocas. Este a su vez había permitido la formación de una pequeña playa. Incluso habían construido un túnel entre el Pabellón Azul y la playa.
Para la dirección de Sendero Luminoso, la organización de sus presos y el control que asumían en las cárceles era una excelente propaganda y El Frontón era la joya de la corona. Mientras, el gobierno se iba dando cuenta del embrollo en el que se había metido.
Por eso, las obras de construcción del penal de máxima seguridad de Castro Castro con la intención de llevar allí a los reclusos senderistas preocuparon a la organización maoísta, que decidió que tenía que evitarlo a toda costa.
Los reos del grupo fueron preparándose para un nuevo golpe de mano que evitara el traslado, pero había hechos recientes que no presagiaban que la reacción esta vez podía ser muy dura.
Por una parte estaba el precedente de la represión de un motín senderista en Lurigancho que había dejado 30 muertos en octubre de 1985. Por otra, el 5 de mayo de 1986 Sendero había asesinado al Contralmirante de la Marina de Guerra Carlos Ponce, y el alto mando de esta institución había lanzado veladas amenazas de una represalia.
Más de un centenar de amotinados de San Juan de Lurigancho fueron ejecutados una vez rendidos con disparos en la cabeza mientras estaban sometidos en el suelo
Por ello, en el Frontón se van preparando para un duro enfrentamiento tanto logística como psicológicamente.
“Empiezan a fortalecer los pabellones con más concreto y a elaborar un montón de armas artesanales y un plan en conjunto con las dirigencias de los otros dos penales y del comité central”, explica Agüero.
Por otro lado, añade, los reos iban mentalizando a sus familias de lo que podría pasar. Incluso, en uno de los últimos días de visita antes de los motines “empieza la repartición de bienes de los presos”. “No había mucho que regalar. Eran cosas que podían significar algo. Mi papá nos regaló sobre todo sus libros. Ahí fue que nos despedimos. Y todos hicieron lo mismo”, recuerda.
Por eso, no es extraño que Claudio estuviera preocupado esos días. Hilda también tiene grabada en la memoria la frase con la que se despidió el último día que fue a visitarle: “Sáquenme de aquí. No quiero estar acá”. Y gracias a un abogado para el que ella trabajaba como servicio doméstico, estuvieron a punto de lograrlo. Pero sólo faltó que Claudio firmara un documento que no llegó a signar.
“Yo me acuerdo que un 18 de junio yo estaría en el colegio, en primaria, llego a casa, encuentro el televisor prendido y mi mamá llorando”, cuenta Flor.
En la madrugada de ese día los presos acusados de pertenencia a la organización subversiva Sendero Luminoso habían tomado algunos rehenes y se habían amotinado simultáneamente en los tres penales de Lima en los que se concentraban: el San Juan Bautista (conocido popularmente como El Frontón), San Pedro (en San Juan de Lurigancho) y la cárcel de mujeres de Santa Bárbara.
El entonces presidente Alan García, que estaba a punto de cumplir su primer año de su primer mandato, decidió encargar a las Fuerzas Armadas que recuperaran los penales. La Marina se encargó de El Frontón, el Ejército de Lurigancho y la Fuerza Aérea de Santa Bárbara. Sólo este último motín se saldó de una forma relativamente aceptable, pues el balance de muertos se redujo a dos reclusos.
En los otros dos se recurrió al “uso desproporcionado de la fuerza”, tal como estableció la Comisión de la Verdad y Reconciliación años más tarde. Usaron fusiles de guerra, cañones antitanque, lanzacohetes, explosivos, granadas y morteros frente a las armas artesanales de los amotinados. Únicamente en El Frontón contaban con tres armas de fuego que habían arrebatado a sus rehenes. Pero lo peor vino después, una vez rendidos los presos, la mayoría de los cuales sobrevivió a los enfrentamientos.
El plan de los senderistas, asevera Agüero, “era rendirse rápidamente. Demostrar que había una intención de resistencia feroz y luego rendirse porque muchos eran cuadros del partido y no se podían ir regalando así nomás”. Pero los planes del gobierno eran distintos.
En la represión del motín de El Frontón la Marina hizo un uso desproporcionado de la fuerza con cañones antitanque, lanzacohetes y explosivos
En Lurigancho, cuenta, “resistieron hasta donde fue razonable y se rindieron todos. Habían muerto unas 20 personas y los demás (más de un centenar) se rindieron y fueron fusilados. La orden era que ninguno debía salir vivo. Mataron absolutamente a todos. Fue un fusilamiento en toda regla: todos tirados en el suelo y rematándoles con un tiro en la cabeza”.
Esto fue en la noche el mismo día 18. Mientras, en El Frontón los choques se prolongaron hasta la mañana del día siguiente y fueron feroces.
“Cuando la resistencia se hacía absurda, los dirigentes del pabellón deciden rendirse y negocian con los oficiales de la Marina para salir con los heridos. Pero los primeros que salen son asesinados”, afirma Agüero.
Finalmente, se produce otra negociación y esta vez sí dejan salir con vida del pabellón a los sobrevivientes, unos 80, pero eso sólo fue en principio. Poco a poco, los marinos van matando a los presos sometidos. A algunos los asesinan a tiros, a otros a bayonetazos. “A los quedan atrás, les tiran el pabellón encima. En una voluntad de ocultamiento medio torpe vuelan la mitad del pabellón para que los cuerpos queden abajo”, relata el historiador. “Lo que pasa es que no había personas bien matadas. Y dos de ellas salen días después de los escombros”.
Sólo le perdonan la vida a un grupo de 28, con la intención, según Agüero, de que “quede constancia de que hubo resistencia y no fusilamiento”. En total, sumados los que fueron rescatados de los escombros en los días posteriores, hubo tan sólo 34 sobrevivientes, de un total de presos que nunca ha sido determinado con precisión. Se saben que entre las fuerzas del orden hubo cuatro bajas mortales, pero no hay una cifra definitiva de reclusos fallecidos.
“Formalmente la fiscalía ha determinado que en el Frontón hubo 132 muertos, pero los internos sobrevivientes nos dicen que debían de ser aproximadamente 200 víctimas”, precisa Carlos Rivera, abogado del Instituto de Defensa Legal (IDL), que ha asistido a las familias de algunas de las víctimas.
Y no se sabe a ciencia cierta porque les arrebataron a sus familiares el derecho a darles sepultura.
“El gobierno cerró todo, declaró el Estado de emergencia”, cuenta Agüero. “No podía acceder nadie a los penales, ni siquiera una autoridad civil. Eso les permitió hacerse cargo de los cuerpos. Según la evidencia forense fueron quemados, molidos… Y en las semanas siguientes los fueron sacando y enterrando en cementerios populares de Lima en calidad de N.N. (Nomen Nescio, desconozco el nombre en latín). Hasta el día de hoy, la mayoría de ellos siguen desaparecidos.
Así empezó para las familias de las víctimas una búsqueda de los restos que en la mayoría de los casos dura hasta ahora, 30 años.

José Cartlos Agüero
“He tenido que ir con mi hija a los cementerios y comenzaron a abrir las fosas que estaban con el signo de NN”, relata Julia Rodríguez, que perdió a su esposo, William Zenteno, y al hermano de éste, Edgar. Jóvenes universitarios, habían sido detenidos en 1983 en lugares distintos, pues uno estudiaba en la Universidad del Centro de Huancayo y otro en la de Huamanga, en Ayacucho, pero llevados juntos a El Frontón.
“A mi esposo lo torturaron, le pusieron armas que no eran suyas y directamente le acusaron de terrorismo, pero no le juzgaron. Durante tres años estuvo encerrado, sin derecho a la justicia”, lamenta Julia.
El caso de los hermanos Zenteno fue uno de los primeros en ser llevado a la Corte Interamericana de Justicia, que falló en 1996 en contra del Estado peruano para que les entregaran los restos. Fue entonces cuando Julia empezó a recorrer cementerios de Lima, “pero hasta ahora, nada”, dice la mujer.
Al igual que a otro grupo de familiares, en 2004 les indicaron que habían identificado a sus familiares, pero muchas de ellas, incluida Julia, los rechazaron porque peritos independientes les dijeron que no eran sus familiares.
Tras la muerte de William, su hija, que entonces tenía seis años, le preguntaba constantemente por su papá. “Sólo le decía que estaba de viaje, hasta que cumplió 15 años y tuve que decirle la verdad”.
El tema de la justicia no va mucho mejor. Para el caso de El Frontón, la etapa de instrucción finalizó en 2014, nueve años después de que la justicia civil abriera el caso. Pero desde entonces, la fiscalía se demoró otros 14 meses en presentar la acusación. Lo hizo el mes pasado y ahora se está a la espera de que y se está en espera de que se inicie el juicio oral.
En este caso, denuncia Carlos Rivera, “se han sucedido todas las estrategias dilatorias obstruccionistas y de impunidad”. Pese a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos pidió en el año 2000 que se investigara el caso y se juzgara a los responsables.
Además, la causa estuvo a punto de naufragar en septiembre de 2010, en el penúltimo año del segundo gobierno de Alan García, éste saca por sorpresa un decreto legislativo por el que se permitía declarar la prescripción de los casos de violaciones a los derechos humanos. “Era una ley de amnistía encubierta”, asegura Rivera. Sin embargo, agrega, “el decreto duró en vigencia temporal dos semanas”, ya que “se montó un escándalo político y el gobierno tuvo que retroceder y derogar el decreto”.
Para colmo, en la acusación del fiscal de hace un mes se incluye a 33 acusados, uno de los cuales ya ha fallecido, pero en 1986 “todos eran oficiales de rango menor”, denuncia Rivera. “Nosotros hemos insistido en que las pruebas determinan que debía denunciarse al expresidentes Alan García, al exministro del Interior Agustín Mantill (fallecido el año pasado) , al comandante general de la Marina Víctor Nicolni, al comandante general de la zona naval de Lima Víctor Ramírez (también difunto) y al jefe operativo Luis Giampietri. Ellos son los autores mediatos del crimen, pero están pasando al juicio en condición de testigos”.
En el caso del penal de Lurigancho, la situación es peor, ya que todavía está en la fase de investigación del Ministerio Público.
Las familias de las víctimas achacan estas demoras a la influencia que mantiene en APRA de García en las esferas de la justicia.
“Lamentablemente esta es nuestra justicia peruana. Todos los jueces, algunos fiscales pertenecen al APRA”, apunta Flor Gonzales. Para ella, “en esta masacre hay dos grandes culpables: Abimael Guzmán, que quería sus héroes, y Alan García, que quería exterminarlos”. La mujer recuerda que al 19 de junio “los senderistas lo llaman el día de la Heroicidad”. “Pero para nosotros marcó un antes y un después. Ahí parte de mi niñez se perdió. Por mi edad quizás no entendía, pero ver a mi mamá llorar todos los días, me ha marcado bastante”, dice.
Uno de los días más duros que recuerda desde esa fecha fue cuando Alan García fue reelegido presidente por segunda vez, en el año 2006: “Para nosotros volvieron a pisotear nuestro dolor, Claudio volvió a desaparecer otra vez. Tener como presidente a alguien con sus manos llenas de sangre, que haya vuelto a ser elegido presidente fue un golpe tan terrible que nosotros hemos llorado de rabia de impotencia, de cólera, de tristeza…”.
Julia también recuerda ese momento como un día aciago: “Mi hija se sintió muy mal cuando ganó Alan García. Por eso, en 2009, como hay tanta injusticia aquí, decidió irse a vivir otro país para sentirse mejor”.
Once años después de la fiscalía comenzara a investigar el caso todavía no se ha abierto el juicio oral y no se acusa a Alan García ni a ningún alto rango
También sus suegros se han ido de Perú y ahora viven en Argentina. Sin embargo, no pierden la esperanza de poder dar una sepultura digna a sus hijos. “Ellos están en las justas, tienen 90 años y ya quieren encontrar sus restos. Incluso compraron ya dos nichos en Huancayo. De momento, enterraron su ropa”, señala.
A Juan Carlos Agüero, el tema del juicio y de la búsqueda de los restos de su padre no es un tema que le preocupe demasiado. “No necesitamos las pruebas judiciales para saber lo que pasó, para saber que fue asesinado”, dice. Para él, “El proceso judicial es otro tipo de lucha, que me parece legítima y justa, pero mi relación con quienes cometieron los actos criminales en este caso no pasa por la intermediación de un procedimiento. No me genera una ansiedad que sean hallados culpables. Sé que lo son”.
Asegura que no tiene “el más mínimo deseo de venganza” y que más bien ha tratado de ponerse siempre en la piel de los victimarios. “Y no ha sido una fiesta para ellos. Intento pensar en que las otras personas también la pasaron bastante mal”.
Por su parte, a Flor y Hilda Gonzales lo que más les preocupa es encontrar los restos de su hermano. “Nos quitaron nuestro derecho a pasar nuestro proceso de duelo”, reclama Flor. Si los que se amotinaron “eran culpables, merecían ir a juicio, pasar por un proceso de condena, de estar en la cárcel si es que lo merecían”, argumenta. “Pero se les condenó a muerte. No solamente violaron su derecho a la vida sin pasar por un proceso judicial, sino que fueron tratados peor que animales porque ni siquiera le dieron ese derecho de que al menos los entierren”.
La mujer pide que los 30 años que se cumplen este fin de semana de esa terrible matanza “no pueden pasar desapercibidos porque somos muchas familias que hemos quedado enlutadas con eso”.
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