Escribe Sara Ramírez
Politóloga
La violencia sexual sigue siendo un tema tabú. Inclusive actualmente que vivimos un contexto en el que probablemente es más visible que nunca. Movimientos como Ni Una Menos en Latinoamérica o Me Too en EE.UU. han contribuido a fortalecer a niñas, adolescentes y mujeres de manera que ellas mismas articulen su propia voz y cuenten su historia de abuso, además de señalar a su agresor. Sin embargo, todavía vivimos en un contexto de estigmatización para quien se reconoce como víctima y denuncia abuso sexual.
No podemos dejar de tener presente que la violencia sexual afecta, fundamentalmente, a las mujeres de distintas edades y que no se trata de un problema aislado, sino que es producto de la desigualdad estructural por razones de género en la que vivimos. Esta desigualdad no solo justifica, sino que fomenta la dominación masculina sobre una supuesta inferioridad femenina, lo que no es más que un estereotipo cuya expresión social siempre es violenta.
Esa violencia impactará en todos los aspectos de nuestras vidas desde que nacemos. En la escuela tendremos que responder a lo que es “deseable” en una mujer, así mismo en el hogar, y en lo político, económico y cultural. De esa manera, nuestras sociedades reproducen y promueven una cultura en favor de la violencia sexual, al validar los mensajes y a los sujetos que ejercen control y poder sobre las mujeres.[1]
Aterrizando en la dramática realidad peruana, los Centros de Emergencia Mujer reportan que el 2017 atendieron 37 752 casos de violencia física, 48 120 casos de violencia psicológica y 9012 casos de violencia sexual.[2]
Cabe preguntarnos entonces si acaso es posible que, en una relación de pareja donde hay abuso físico y/o psicológico, el agresor no ejerza también abuso y violencia en los encuentros sexuales. Aquí, es importante detenernos a pensar como resulta aún tan difícil denunciar el abuso sexual en el ámbito de la pareja, aun cuando día a día tenemos evidencia de que el hogar es uno de los lugares donde las mujeres pueden con frecuencia verse vulneradas.
Entonces, hasta que no transformemos la cultura de promoción de la violencia sexual en la que estamos inmersas y las personas victimizadas no se sientan acogidas y respaldadas, negaran su situación por vergüenza o temor. Inclusive se hace más difícil el proceso de reconocimiento de la violencia sexual de la que están siendo objeto, si este abuso se da en el ámbito de la pareja donde se hace aún menos reconocible en aras del supuesto “deber” de complacer en el que se nos educa a las mujeres, y acarreando de manera normalizada algunas de las difíciles consecuencias de la violencia sexual como los embarazos no deseados producto de ello.
Indudablemente el proceso que cada mujer atraviesa antes de denunciar ser víctima de violencia sexual es único, íntimo y difícil. Cuando este tipo de abuso se da en el ámbito de la pareja la tendencia es que predomine el silencio, pero las experiencias de esta naturaleza son muy graves y con sendos impactos, en la mujer, en la recomposición de sus relaciones afectivas y sexuales; y también en su entorno próximo; por ejemplo, en el caso de los hijos e hijas comunes.
Nuestras alternativas como sociedad en este sentido tienen que ir direccionadas a apostar por la transformación de la cultura que sustenta esta y otras violencias. Pues, además de las políticas públicas que incluyan el enfoque de género en las escuelas, los servicios de salud, justicia y otros, es necesario partir de la reflexión personal sobre cómo llevamos nuestras propias relaciones e irradiar desde donde estemos, y con el ejemplo, la necesidad de vivir en una sociedad igualitaria.